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Memorias del príncipe de Talleyrand

Memorias del príncipe de Talleyrand

  • ISBN: 9788494223235
  • Editorial: Biblok Book
  • Lugar de la edición: Barcelona. España
  • Colección: Desván de Hanta
  • Encuadernación: Rústica
  • Medidas: 22 cm
  • Nº Pág.: 494
  • Idiomas: Español

Papel: Rústica
18,00 €
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Resumen

Existe algo irresistible en la impasibilidad. Si la vida es pasión y movimiento, la intuición nos dice que el desapego y la quietud deben de ser características divinas. Ésa fue la asociación de ideas que acudió a la mente de Johann Wolfgang von Goethe cuando, en la Conferencia de Erfurt de 1808, vio por primera vez el rostro impasible, enigmático y sereno de Talleyrand. En la muy atendible primera impresión del vate alemán, el diplomático francés aparecía como un ser situado por encima del bien y del mal: «No he podido impedir el pensar en los dioses de Epicuro que moran allá donde son desconocidas la nieve y la lluvia, donde nunca alienta la tempestad».

No fue Goethe el único que quedó impresionado al contemplar el rostro de Talleyrand, que reproducimos junto a estas líneas. Muchos otros lo glosaron, unos desde la atracción, como Henry Lytton Bulwer, admirado por esa soberbia muestra de autocontrol, otros desde la repulsión, como el vizconde de Chateaubriand, para quien esa «cabeza de muerto» era la expresión más acabada del alma fría y calculadora tan odiosa para un romántico; pero nadie que la conoció de cerca quedó indiferente ante esa indiferencia, ni ningún ser humano que lo sufrió fue capaz de responder con desdén a ese, al menos en apariencia, olímpico desdén.

Victor Hugo, que odió a Talleyrand sin poder evitar sentir una enorme fascinación por él, escribió una necrológica que se hizo muy popular, y que contribuyó a grabar la imagen del personaje, más bien negativa, que ha quedado para la posteridad: «Era un personaje extraño, temido e importante [...] Era noble como Maquiavelo, eclesiástico como Gondi, apóstata como Fouché, espiritual como Voltaire y cojitranco como el diablo [...] Durante cuarenta años, desde su palacio y desde el fondo de su pensamiento dirigió Europa. Recibió la Revolución con una sonrisa, en verdad irónica, pero nadie pudo darse cuenta. Había conocido, observado, penetrado, conmovido, revuelto, profundizado, fecundado, burlado a todos los hombres de su tiempo y las ideas de su siglo. Hubo en su vida minutos en los que tuvo en su mano los cuatro o cinco hilos formidables que movían el universo civilizado [...] Usó como marioneta a Napoleón».

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