En los textos fundamentales de la segunda posguerra mundial el Trabajo se configuraba como el epicentro de la cuestión social que aglutinaba al conjunto de disposiciones normativas dirigidas a la satisfacción simultánea de una exigencia económica y, de una expectativa social. La exigencia demandada por el régimen de acumulación de incremento de la productividad y crecimiento económico y, la expectativa existencial de mayores cotas de bienestar . La intervención pública en el sistema econòmico en una dirección de ruptura con respecto a la miscelánea de políticas asistenciales y represivas del constitucionalismo liberal, se materializaba en el Estado social en una coordinación entre las dinámicas de demanda y producción a través del proceso redistributivo. La socialización de la inversión, junto con la vinculación entre la relación salarial y el régimen de la acumulación, generaba un círculo virtuoso entre las capacidades de producción y la progresión de consumo de las clases trabajadoras que favorecía la creación de riqueza y su distribución. Al mismo tiempo, el Trabajo se presentaba como la fuente directa de legitimación del sistema en términos de adhesión social y de estabilidad política. Con la finalidad de que el tradicional antagonismo entre los protagonistas del conflicto distributivo se pliegue a la apreciación racional de los costes y beneficios que comportan sus acciones y, de reforzar la legitimidad estatal, el constitucionalismo social acaba trasladando a las Constituciones del siglo veinte su propia matriz ideológica, la que legitimaba la centralidad del Trabajo en la nueva forma de Estado social. Frente a la dogmática del Estado liberal que presuponía un mercado en el que los sujetos están dotados de una misma fuerza contractual y son libres para regular sus propias relaciones de intercambio, y en el que «ninguna relación de poder es concebible entre sí y la conexión social está asegurada por el intercambio de mercancías, donde el predominio de las regla