Se puede afirmar que hay un creciente interés en la cultura actual por la experiencia mística. La cultura posmoderna tiene una cierta sintonía con ella. Por lo mismo debería tratarse por todos los medios de no distorsionarla. El positivismo de los siglos XIX y XX relegó la mística al terreno de la neurosis y de las psicopatologías, al mundo de lo extraño y del fenómeno extraordinario. En cambio, el siglo XXI se inaugura con la demanda social de una experiencia interior que ni Marx ni Freud hubieran podido imaginar. Esa petición es especialmente fuerte en Oriente. Allí se nos recuerda, con frecuencia, que cuanto más presente está Dios, está más oculto. Casi podríamos decir que, en tanto en cuanto está más oculto, está más visible, como afirma Zhong Yong: <>. Y esto lo descubren y comunican las personas con talante místico; las que tienen una gran capacidad contemplativa, las que consiguen afirmar que la oración no es otra cosa que <> (Santa Teresa de Jesús). También las que, como nos recuerda Santo Tomás, logran tener una mirada simple y afectuosa de la realidad. Esto es mística y esta es la mejor y más urgente profecía para la Iglesia y la sociedad hoy.