Refiriéndose a la enormidad y significado del oceano, José Gorostiza dijo: "a veces me dan ganas de llorar, pero las suple el mar". El océano, como camino y como cuna de mitos y culturas, ocupa un lugar privilegiado en el imaginario de todos los pueblos; una fuente casi instintiva de reflexión y un espacio para la partida, el éxodo y el encuentro. Tanto para México como para España, el mar ha sido una frontera y un puente; si la distancia separa los continentes y genera una rica diversidad en la vida cotidiana y en la forma de ver el mundo, la comunicación, en cambio, ha creado un espacio común para la convivencia, la reflexión y la acción colectiva. Camino accidentado cruzado miles de veces, por donde han transcurrido el idioma, la grandeza y los errores de una cultura que cuenta entre sus características la búsqueda incesante de la libertad y la dignidad. Pocas veces ha desempeñado el mar este papel con tanta intensidad como en los arduos años de finales de la década de 1930. Hoy, a setenta y cinco años de la proclamación de la república española y setenta del estallido de su guerra civil, volver la vista al océano (como parte de las memorias, las reflexiones y las prospectivas que se acumulan en todos aquellos que, de una manera u otra, han recibido como herencia y han hecho suyos la enseñanza y el recuerdo de los años heroicos en que el pueblo español quiso hacerse cargo de su futuro y de su propio desarrollo democrático. Tiempo aquel en que se negó a ver su devenir, una vez más, manejado impunemente por los amos de la fuerza) es reflexionar también sobre nuestra propia experiencia en esos años posrrevolucionarios cuando la reconstrucción de México convocó lo mejor del espíritu nacional, sobre nuestra manera de relacionarnos con otros países y con otras formas de nuestra propia cultura.