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La audiencia va de caza

La audiencia va de caza
andanzas de un juez de pueblo

  • ISBN: 9788490451748
  • Editorial: Editorial Comares
  • Lugar de la edición: Granada. España
  • Encuadernación: Rústica
  • Medidas: 22 cm
  • Nº Pág.: 448
  • Idiomas: Español

Papel: Rústica
21,00 €
Sin Stock. Disponible en 7/10 días.

Resumen

Hay un dicho latino de origen medieval que acude a la memoria leyendo estas experiencias de un juez: «No hay verdadera justicia sin bondad» (Nulla iustitia est vera sine bonitate). ¡La verdadera justicia, casi nada! Algo inalcanzable, y en cualquier caso temerariamente incierto. «No juzguéis y no seréis juzgados», se dice en los Evangelios, pero ¿qué pasa cuando uno está en esta vida, profesionalmente hablando, para juzgar, cuando se juzga por obligación porque se es juez?
¿Se espera de él que sea como una máquina de dispensar sentencias -es tentador el uso aquí del verbo despachar- pulsando las teclas de los códigos legales que corresponden a cada asunto? A tal delito probado, tal castigo, quizá con un tanto por ciento de descuento por los atenuantes que establece la ley; o al revés, con mayor pena por premeditación, nocturnidad, alevosía, etc. Todo previsto y regulado, bien medido, sin posible error ni alternativa.
Olos jueces no deberían serlo sin bondad, administrando justicia, por así decirlo, después de consultar con su corazón. Sistema tan subjetivo que no permitiría dar sentencias sólidas, con base legal. Entre los dos extremos, la impasibilidad (que en latín significa, ay, ser incapaz de sentir) y la efusión del sentimiento, los jueces parecen condenados por sí mismos a desdoblarse dramáticamente en dos personas antitéticas, tal vez inconciliables.
Al leer estas páginas de Miguel Ángel del Arco Torres se revive este conflicto interior que no tiene solución. Dura lex, se suele decir, pero hay que atenerse a ella y, en medio de la intrincada selva de casos judiciales que se nos describen, no es posible dejar de sentir compasión por tantas víctimas de la justicia ciega, y quizá no siempre hecha en beneficio de los más débiles. Y es inevitable pensar que cuando uno de éstos va a ser aplastado por la maquinaria de las leyes, ¿por qué no saltárselas a la torera prestando oídos a la conciencia?
En el capítulo cuarenta y dos de la segunda parte de El Quijote el caballero da unos consejos a Sancho para que sea buen juez en el gobierno de su ínsula; máximas de oro, llenas de bondad y sentido común, como «no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo», o «si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia», término este último que remite etimológicamente a un corazón que se apiada.
Cervantes, tan humano, que sufrió penas de prisión, por lo que creemos saber a causa de jueces demasiado severos, sugiere que hay que ser bueno, y el príncipe Hamlet viene a decir lo mismo cuando recuerda a Polonio que hay que tratar a los demás mejor de lo que se merecen, ya que si los tratamos según sus méritos, «¿quién se iba a librar de unos azotes?». Estamos hablando de una novela, de una obra de teatro, es decir, ficciones, mentiras, aunque muy significativas, pero en la vida cotidiana es dudoso que pueda hacerse lo mismo. Dudoso y muy difícil.

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