El proceso de desarrollo industrial y terciario ha tenido un gran impacto en la estructura de la economía española, creando pautas de crecimiento desiguales en un panorama económico nuevo. Los costos y beneficios de este desarrollo no se habían distribuido equitativamente de la misma manera en las ciudades que en las zonas rurales. Los capitales abundantes y la excelencia tecnológica han dado lugar a oportunidades sin precedentes para beneficiarse de la expansión del comercio, del incremento de la inversión extranjera y de la integración de los mercados. Así, es indiscutible reconocer que España se ha convertido en un país insertado dentro de la órbita de los países desarrollados y ha logrado un crecimiento dinámico buscando inversiones y oportunidades comerciales en el extranjero. Ahora bien, la exclusión de los grandes beneficios generados por este desarrollo sigue siendo una realidad persistente en amplios sectores de la sociedad actual y redunda de manera particular en el ámbito agrario, favoreciendo el carácter residual de las medidas de protección e incentivando la despoblación. Por todo ello la preocupación de las administraciones públicas interesadas en impulsar el desarrollo de la población agraria y restringir la desigualdad que venía sufriendo este sector de la población ha venido generando importantes respuestas jurídicas, en particular la adopción de un paquete de medidas de fomento del empleo que ha venido a denominarse Programa para el Fomento del Empleo Agrario, junto con instrumentos de protección pasiva como el subsidio o la renta agraria. Este programa, regulado por el RD 939/1997, de 20 de junio, es, en consecuencia, la prolongación del llamamiento formulado en la década de los ochenta del siglo XX con miras a la elaboración de nuevas estrategias de desarrollo a nivel nacional, autonómico y local para atender las necesidades de la población agraria y fomentar su inserción socio-laboral.