Al igual que un bebe prematuro, que lucha por sobrevivir y hacerse fuerte, Cayo Octavio Turino tuvo que desembarcar en la vida pública romana merced a la herencia que le legó su tío abuelo Cayo Julio César, al honrarlo con su adopción en el 45 a.C., momento en el que cambió su nombre para honrar, a su vez, al grande, por el de Cayo Julio César Octaviano. El joven Octaviano, débil físicamente y muy bisoño, tuvo que agudizar su ingenio para sobrevivir y vencer a los grandes espadones de su época.

Con el paso del tiempo se convertiría en Octavio Augusto, Prínceps de Roma, pero para que esto sucediese recorrió un largo camino sembrado de intrigas, conspiraciones, guerras y sangre. Vencedor y vengador de los asesinos de César, formó Triunvirato con Marco Antonio y Lépido a los que posteriormente aniquilaría.

Era amado por el pueblo, llevado en volandas por el Senado hasta convertirlo en una divinidad, un personaje cuasi místico y un cruce de caminos entre la República y el Imperio Romano. Octavio Augusto logró la majestad y dotó a Roma de lo que siempre había adolecido, un origen grande, mítico, bajo su auspicio, de eso se encargaría Virgilio con su Eneida. Una ciudad nacida de unos orígenes humildes, en un terreno cenagoso e insalubre que tuvo que batirse con uñas y dientes frente a sus enemigos. Augusto se convirtió en un ser divino y convirtió a Roma en un nuevo pueblo elegido y favorecido por los dioses. Augusto consiguió hacer una Roma grande a su imagen y semejanza.